Tiene los ojos grandes, claros, con largas pestañas y una mirada hipnotizante.
Desde pequeño supo que ese era su mayor atractivo. Solía quedarse quieto mirando a las amigas de su madre y después, de soslayo, al plato de galletas que ponían sobre la mesita. Nunca tuvo que abrir la boca para pedirlo.
Más de una vez se salvó de un castigo sin mediar palabra. Callado, clavaba los ojos en el suelo y después los alzaba lentamente hacia su madre. Nunca llegó a pedir perdón.
En el colegio siempre ensalzaron su nivel de concentración. Realmente se pasaba el día soñando despierto pero seguía con sus ojos los movimientos del profesor que se sentía observado, atendido e incluso, a veces, intimidado.
Ni que decir tiene que las chicas suspiraban por esa caída de ojos desde el otro lado de la barra, por un guiño cómplice, por esa forma provocativa de mirar de abajo arriba lentamente hasta llegar a los ojos, conseguir que su presa bajase la mirada y con ella entregase las armas.
Hasta ayer.
Iba sentado en el metro y como tantas veces se ha entregado a su pasatiempo preferido. Elige una mujer atractiva. Se sitúa frente a ella y comienza a observarla. Primero con discreción. Disimuladamente. Como si le diera vergüenza. El momento crucial es el cruce de miradas. Mientras aparta los ojos esboza una sonrisa. Premio. O no.
Al percatarse de su presencia ella no ha bajado la cabeza. Se ha quedado mirándole fijamente a los ojos. Solo el frenazo del tren al llegar a la parada ha roto la conexión pero ella ni se ha inmutado. Quizás ni siquiera le mirara a él sino al infinito, pero él no tiene manera de saberlo. Ha buscado de nuevo sus ojos sin éxito. Ella se ha levantado del asiento y se ha dirigido hacia la puerta de salida. Sólo un segundo después él la ha seguido y sus ojos se han perdido entre la multitud.
Hoy su nombre, el de ella, aparece en primera página de los periódicos.